El pasado mes de julio un estudio efectuado en el Reino Unido hacía un recuento de las veces que los artículos científicos escritos en cada país eran citados. Destacaba en él los EE.UU., que reunían el 50% de las citas (más que toda la Europa de los 15), pese a no ser autores del mismo porcentaje de artículos publicados (aspecto en el que también sobresalían por encima de ningún otro país, excepto si se comparaba con todos los países de la Unión Europa juntos —con una población mucho mayor—). Es decir, los estadounidenses publican más artículos, cuyo impacto es aún mayor que su cifra.
Las cifras pueden ser engañosas, y es posible que cuenten como propios artículos hechos por autores de cualquier nación que trabajen en los EE.UU. o que se hayan nacionalizado. Pero eso no sería un dato en contra de dicho país, sino a favor de su sistema de integrar la inteligencia del resto del mundo en su producción científica, lo que no hace Europa. Así, el ministro irlandés Noel Dempsey indicaba el pasado 6 de abril, que alrededor de 400.000 de los mejores investigadores europeos residen actualmente en EE.UU. y que sólo uno de cada diez de ellos quizás vuelva, lo cual no es muy halagador para nuestro sistema público y privado de investigación. Tenemos unas universidades que destinan grandes sumas de dinero público a formar expertos para que luego trabajen fuera, dadas las dificultades para hacerlo aquí. Universidades cuyo prestigio no es el que era, ya que, según recordamos, la Universidad china Shanghai Khiao Tong, publicaba el pasado mes de enero una lista con las 500 mejores universidades del mundo, en la que sólo cuatro universidades británicas se hallaban entre las veinte primeras de la lista y sólo habían treinta y un centros europeos entre los cien primeros (el primero de España estaba en el número 67).
Por un lado están los grandes discursos y por otro las realidades, que hacen que incluso en países con un alto nivel de vida y una muy larga tradición científica, como Francia, diferentes responsables de grupos de investigación amenazaran el pasado enero con dimitir si el Gobierno no cambiaba su política de reducción de fondos públicos dedicados a investigación.
En España, de momento, pese al cambio de ejecutivo, tampoco hemos visto aún grandes cambios en política científica. Tal vez sea pronto, pero no se debe esperar a que sea tarde para actuar. Romano Prodi, el antiguo presidente de la Comisión Europea, destacaba hace unos meses que la Unión Europea se encontraba aún muy lejos de alcanzar el objetivo de invertir el tres por ciento de su PIB en investigación para el 2010. Por desgracia, nuestro país, con su porcentaje, es uno de los que más lastra esa media.
(publicado en Tribuna de Astronomía y Universo, septiembre de 2004)
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