Hace menos de un siglo, el origen de la vida era un completo misterio. Sin embargo, el desarrollo de la química inorgánica y el de la bioquímica —a finales de los años cuarenta del siglo XX— dio pie a una auténtica época prodigiosa —que se extendió a lo largo de casi dos décadas y de la que aún vivimos— en la que se descifró la clave genética, se reconocieron los mecanismos de la síntesis de las proteínas y de la transmisión de información en el interior de las células, y en la que, además, se describieron las relaciones energéticas en los seres vivos y la esencia misma de los procesos vitales.
Como se ve, se pusieron de relieve una serie de importantes procesos relacionados con la vida y con su origen, muchos de ellos con fuertes implicaciones científicas, pero también filosóficas, dada su relación con lo más íntimo de nuestra naturaleza. En ese proceso, Severo Ochoa (1905—1993) y Joan Oró (1923—2004), jugaron un papel de primer orden al contribuir de forma notable con sus investigaciones a que ello fuera posible.
Ahora, tras la reciente muerte el 2 de septiembre del profesor Oró, no es este editorial, con su reducido espacio, el medio idóneo para recordar su importantísimo estudio sobre la síntesis de la adenina, su hipótesis sobre la ligazón entre el origen de la vida y los cometas, o tantos otros trabajos suyos. Lo que me gustaría es, entre amigos, recordarle como uno más de nosotros, como otro gran amante del conocimiento científico, que trató de transmitir escribiendo, apoyando y participando —todo lo frecuentemente que su agenda le permitía— en numerosas actividades de aficionados, aportando su personal punto de vista a las cuestiones tratadas. Gracias a él fui a Marte por primera vez, y eso (claro) no es fácil de olvidar.
A mí también me expresó un día que éramos polvo de estrellas e hijos, por tanto, de un Universo del que veníamos y al que volveríamos. Sin embargo, en este mi adiós personal a alguien que supo comunicarme, ya de niño, siendo amigo de mi padre, la ilusión por el mundo de la gran ciencia, no puedo dejar de decirle que sí, que somos polvo de estrellas, pero que, tal como indicaba Quevedo en los versos finales de su Amor constante, mas allá de la muerte, nuestros restos “serán ceniza, mas tendrán sentido; polvo serán, mas polvo enamorado”.
Tal vez seamos polvo, pero esas cenizas brillan, por un instante fugaz, con una luz tan intensa que es capaz de encender y apagar un Universo entero, así como de tratar de entenderlo y de amarlo. La capacidad de amarlo, quizás sea innata; pero la de entenderlo se la debemos a gente grande. Sin duda Oró, y sus hombros, sobre los que las nuevas generaciones tratarán de asentarse, ha sido uno de ellos.
(publicado en Tribuna de Astronomía y Universo, octubre de 2004)
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