Recuerdo que, de pequeño, me encantaban los viajes. Y más que pasión por los propios, para ser sincero, me gustaban las grandes expediciones emprendidas por otros (siempre he sido mucho mejor lector que aventurero). Y así, me fascinaba la lectura de las peripecias de Marco Polo, de Magallanes, de Cabeza de Vaca, de Amundsen o tantos otros. Entre dichos viajeros estaba Cook, como no, y su famosa expedición para observar, desde una isla del Pacífico, el tránsito de Venus del año 1769.
Leí su biografía a inicios de los setenta, con once o doce años, cuando, como se señalaba en Gringo Viejo “cada segundo estaba lleno de posibilidades insospechadas”. Me maravilló entonces que alguien fuera tan lejos, en el siglo XVIII, para aparentemente tan poco. ¿Tan raro era ver el paso de Venus por delante del Sol? Por lo que ponía en una nota a pié de página, desde que Cook efectuó sus observaciones, el fenómeno sólo había vuelto a suceder en un par de ocasiones. La siguiente, indicaba la misma nota, sería en el remoto 2004, en un 8 de junio perdido en otro océano inaccesible en aquel momento, como era el del futuro. Incluso el autor de la biografía ponía dicha fecha entre signos de admiración, remarcando la extrañeza del evento. En cualquier caso, pasaría mucho después del retorno del cometa Halley, recuerdo que pensé. Y también para eso aún faltaban largos años. ¿Se habrían enviado ya astronautas a Plutón para entonces?
Pues bien, ya estamos aquí, en aquel futuro lejano. En una época sin muchos signos de admiración por desgracia, cuando ya casi ni nos acordamos del Halley y cuando sólo hemos visitado desde entonces algunos planetas cercanos con unas cuantas sondas robóticas.
Sin embargo, ¿para qué negarlo?, la emoción sigue siendo la de siempre. No ya la de la gloria del posible descubrimiento científico, sino la de la satisfacción que nos da ese invisible lazo que, gracias al tránsito, nos une con gigantes como Kepler o Halley, en cuyos amplios hombros nos asentamos más de tres siglos después. O en los de otros más modestos por nombre, pero no por mérito, como son los de Horrocks o Crabtree, dos aficionados ingleses que fueron los primeros en contemplar el paso de Venus ante el disco solar, gracias a la acertada reelaboración de los cálculos de Kepler que hizo el primero de ellos, cuando aún no alcanzaba los veinte años de edad.
El 8 de junio, no sólo veremos el negro disco de Venus deambular frente al Sol, sino a una parte de lo mejor del espíritu humano, esa parte que compartimos con los que, antes que nosotros, también amaron el cielo y supieron captar lo mejor de él al medir sus características de forma precisa, enseñándonos después a todos nosotros a hacerlo y a gozar así mismo con ello.
(publicado en Tribuna de Universo y Astronomía, junio 2004)
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