01 mayo, 2006

¿EL OFICIO MÁS VIEJO DEL MUNDO?

A fines de 2005 se hacía público el hallazgo en el yacimiento de Tell Hamoukar (Siria) de los vestigios de una batalla que tuvo lugar hacia el 3500 aC. No fue una mera escaramuza, sino que una serie de tropas, formadas probablemente por centenares de hombres llegados desde la lejana zona de Uruk —sur de Mesopotamia—, sitiaron y tomaron dicha ciudad.

Área excavada en Tell Hamoukar, correspondiente al Calcolítico tardío, hacia el 3500 a.n.e.,
cuando se data la invasión de la ciudad. (Universidad de Chicago)


La misión requirió una gran labor de coordinación, así como el transporte de muchas municiones y armamento (se han hallado más de 1300 proyectiles de piedra). Y no sólo eso, un notable esfuerzo para alimentar a los combatientes. La triste forma de resolver el conflicto es, en sí, un indicio del desarrollo social y económico de las poblaciones que se vieron inmersas en él.

Balas de honda halladas en Tell Hamoukar. (Universidad de Chicago)

Para hacernos una idea de ello, nos deberemos trasladar a otra época. El historiador M. C. Bishop realizó un breve estudio sobre lo que significaba dar de comer durante una campaña militar a dos legiones romanas (formadas entre ambas por unos 12.000 hombres y unos dos mil caballos). Cada día se distribuía en grano 1,5 kg por cada soldado, así como unos 5 kg de cereales por animal. Ello implicaba unas 18 Tm diarias para los legionarios y 10 Tm diarias para los caballos.

Normalmente, pues, todos y cada uno de los días, los encargados de dar de comer a los legionarios debían obtener un mínimo de 28 Tm de comida y distribuirla de forma eficiente, lo cual debía ser especialmente complicado en según qué territorio.

Sólo el planificar las misiones de modo que se asegurara el sustento mediante un enjambre de carros que debían transportar y almacenar los consumibles durante días ya debía representar un gran trabajo. Mucha gente y mucho poder. También mucha comida.

Por arqueología experimental se sabe que se podía producir de media en la época unas 2 Tm de grano por hectárea y año. Es decir, las legiones se podían comer diariamente, como langostas —o, peor, como humanos que eran— la producción anual de 14 hectáreas (unos 14 campos de fútbol más o menos). Y eso, reitero, cada día (lunes, martes, miércoles...).

En seis meses, una campaña normal, podían llegar a consumir 2.548 ha. El coste para la población civil no era sólo la violencia de la guerra, sino el hambre para años, al quedarse sin reservas, ya que el aprovisionamiento de tropas propias o ajenas se hacía a diario, sobre el terreno, dado que la velocidad y dificultades del transporte no permitía llevar comida desde muy lejos.

Por eso quemar los campos en tiempo de guerra era tan normal. Mejor quemados que dando de comer a los que te iban a violar. Por ello también, cuando las tropas romanas pasaban el invierno en suelo extranjero, se dividían los seis meses entre diferentes acuartelamientos dispersos, aunque no en exceso.

¿Qué debe implicar ahora el aprovisionamiento diario de soldados extranjeros en Irak? ¿Qué implicó en Tell Hamoukar?

Alfonso López Borgoñoz

(A publicar en Tecnociencia nº 4, junio 2006, en la sección 'Pretérito Imperfecto')

CASI DE REPENTE, LLEGA EL VERANO

Vuelve el verano. En realidad, como bien sabemos, es el de siempre. Y, sin embargo, también es nuevo, como cualquier observador sabe apreciar. Para unos es una gran época para ver el cielo, ya que llegan las vacaciones. Para otros, en cambio, no es buena, precisamente por lo mismo.

Días largos y noches cortas... Quizás el mejor tiempo para mirar el cielo a simple vista o mediante unos prismáticos, o para enseñar a otros a leer y conocer el cielo, y que también empiecen a amarlo como nosotros.

Época de contradicciones —como todas, seguramente—, pero de eso está llena la vida del aficionado a la contemplación del Cosmos. En estos momentos, cuando tenemos ingenios no tripulados orbitando (o yendo a) cinco de los nueve planetas que estudiamos de pequeños en la escuela, para algunos —ajenos a nuestros gustos— resulta poco comprensible que sigamos agudizando la vista para captar algunos de los ínfimos detalles de los grandes cuerpos del Sistema Solar visibles mediante nuestros ojos o con el uso de nuestros telescopios.

Es verdad. Pese a ser éstos últimos cada vez más complejos, poco pueden hacer normalmente para competir con las imágenes que nos llegan en la actualidad, por ejemplo, de Saturno, de sus anillos y de sus enigmáticos satélites, de una belleza tal que algunos de los que los contemplaron primero por telescopio —tras haberlos identificado correctamente—, como Huygens o Cassini, poco podían llegar a imaginar, pero que sí podemos apreciar nosotros gracias a la misión que lleva con justicia el nombre de ambos sabios. Ni siquiera sé, en el momento de escribir estas líneas, hasta qué punto será visible para nosotros el cometa 73P/ Schwassmann-Wachmann 3, que tan próximo estará en mayo.

Sin embargo, ¿cómo describir la satisfacción que se siente tras la contemplación directa de una débil variación en la atmósfera del planeta anillado o, incluso, del débil punto de luz de un sencillo asteroide?

Quizás muchos de los ojos que amaron el año pasado el cielo del verano ya no estén este próximo 21 de junio para ver como el día parece que se alarga de una forma definitiva (hasta el día siguiente, cuando empiece a menguar), pero habrá, sin ninguna duda y quizás de nuestra mano, nuevos ojos ilusionados que se alzarán por primera vez desde cualquier ribazo en la montaña, hacia lo alto de la negra y corta noche de estío, cumpliendo con el viejo pacto, siempre satisfecho desde hace como mínimo cien mil años, entre nuestra joven especie y el Universo, por el cual nosotros, leves y frágiles como la última brasa de una hoguera, le amamos y él nos aguarda, en su casi insondable lejanía, con su fría y abrumadora indiferencia.

Alfonso López Borgoñoz

(Publicado en Astronomía, junio de 2006)