En 1962, el presidente estadounidense John F. Kennedy dijo en la Universidad Rice que “[...]A George Mallory, que murió en el Everest, se le preguntó que por qué quería escalarlo. Él contestó ‘porque está allí’. Bien, el espacio está allí, y vamos a escalarlo [...] Porque esa meta servirá para organizar y para medir lo mejor de nuestras energías y de nuestras habilidades [...] Hemos elegido ir a la Luna en esta década y hacer otras cosas, no porque sean fáciles, sino porque son difíciles”.
Para muchos, lo mejor de la llegada a la Luna no fueron los paseos de los astronautas, ni el medio centenar de kilos de piedras que se trajeron, sino el que una parte importante de una generación se interesara por la investigación, por la posibilidad de participar y formar parte de la gran aventura espacial y de la gran ciencia que giraba a su alrededor. Particularmente, mi interés por el Universo también se despertó en aquel momento de asombro.
Ahora, pasadas ya hace meses las Olimpíadas de Atenas, en las que el trabajo, así como la capacidad física y mental, permitió a algunos llevarse tres centenares de medallas de oro e ilusionar con la práctica deportiva (beneficiosa si es responsable) a millones de personas, no puedo menos que recordar esas palabras de Kennedy, esa ilusión, y volver a sentir como crecí con mi mente puesta en la conquista del espacio, cuyo espíritu era similar al olímpico (citius, altius, forrtius —más rápido, más alto, más fuerte—).
Después, en algún momento, pareció cambiar el lema de esa ilusión, al cambiar el de la NASA, pasando a ser faster, better, cheaper, dónde lo más importante no era lo de más rápido ni mejor, sino (parece ser) sólo lo de más barato... que si bien toca más de pies a tierra, no genera la misma ilusión en nosotros ni, posiblemente, en los más jóvenes. Ni hacia el espacio ni hacia la ciencia. Especialmente en España, donde ‘poco presupuesto’ e ‘investigación’ han ido siempre de la mano.
¿Servirá la Cassini-Huygens para despertar ese ánimo? ¿Seremos capaces de ilusionar con su magia a la siguiente generación? Creo que no. Los resultados de la Galileo no parecieron entusiasmar a mucha gente... y casi nadie se acuerda ya de los últimos robots enviados a Marte, cuando no hace un año aún de su llegada.
Posiblemente sólo el enviar seres humanos, enfrentándolos al viejo reto de establecer nuevas fronteras, pueda despertar ese mismo interés de nuevo. Tal vez el tratar de resolver problemas no porque sean fáciles, sino porque son difíciles, y no porque sea barato, sino porque genera ilusión, sea una de las maneras más inteligentes de mejorar nuestro conocimiento de nuestro entorno y de nosotros mismos. Como cuando de pequeños tratábamos de subir a aquel maldito árbol del parque, decenas de veces, (hasta conseguirlo o no), sólo porque estaba allí.
(publicado en Tribuna de Astronomía y Universo, noviembre de 2004)
03 febrero, 2005
A HOMBROS DE GIGANTES...
Hace menos de un siglo, el origen de la vida era un completo misterio. Sin embargo, el desarrollo de la química inorgánica y el de la bioquímica —a finales de los años cuarenta del siglo XX— dio pie a una auténtica época prodigiosa —que se extendió a lo largo de casi dos décadas y de la que aún vivimos— en la que se descifró la clave genética, se reconocieron los mecanismos de la síntesis de las proteínas y de la transmisión de información en el interior de las células, y en la que, además, se describieron las relaciones energéticas en los seres vivos y la esencia misma de los procesos vitales.
Como se ve, se pusieron de relieve una serie de importantes procesos relacionados con la vida y con su origen, muchos de ellos con fuertes implicaciones científicas, pero también filosóficas, dada su relación con lo más íntimo de nuestra naturaleza. En ese proceso, Severo Ochoa (1905—1993) y Joan Oró (1923—2004), jugaron un papel de primer orden al contribuir de forma notable con sus investigaciones a que ello fuera posible.
Ahora, tras la reciente muerte el 2 de septiembre del profesor Oró, no es este editorial, con su reducido espacio, el medio idóneo para recordar su importantísimo estudio sobre la síntesis de la adenina, su hipótesis sobre la ligazón entre el origen de la vida y los cometas, o tantos otros trabajos suyos. Lo que me gustaría es, entre amigos, recordarle como uno más de nosotros, como otro gran amante del conocimiento científico, que trató de transmitir escribiendo, apoyando y participando —todo lo frecuentemente que su agenda le permitía— en numerosas actividades de aficionados, aportando su personal punto de vista a las cuestiones tratadas. Gracias a él fui a Marte por primera vez, y eso (claro) no es fácil de olvidar.
A mí también me expresó un día que éramos polvo de estrellas e hijos, por tanto, de un Universo del que veníamos y al que volveríamos. Sin embargo, en este mi adiós personal a alguien que supo comunicarme, ya de niño, siendo amigo de mi padre, la ilusión por el mundo de la gran ciencia, no puedo dejar de decirle que sí, que somos polvo de estrellas, pero que, tal como indicaba Quevedo en los versos finales de su Amor constante, mas allá de la muerte, nuestros restos “serán ceniza, mas tendrán sentido; polvo serán, mas polvo enamorado”.
Tal vez seamos polvo, pero esas cenizas brillan, por un instante fugaz, con una luz tan intensa que es capaz de encender y apagar un Universo entero, así como de tratar de entenderlo y de amarlo. La capacidad de amarlo, quizás sea innata; pero la de entenderlo se la debemos a gente grande. Sin duda Oró, y sus hombros, sobre los que las nuevas generaciones tratarán de asentarse, ha sido uno de ellos.
(publicado en Tribuna de Astronomía y Universo, octubre de 2004)
Como se ve, se pusieron de relieve una serie de importantes procesos relacionados con la vida y con su origen, muchos de ellos con fuertes implicaciones científicas, pero también filosóficas, dada su relación con lo más íntimo de nuestra naturaleza. En ese proceso, Severo Ochoa (1905—1993) y Joan Oró (1923—2004), jugaron un papel de primer orden al contribuir de forma notable con sus investigaciones a que ello fuera posible.
Ahora, tras la reciente muerte el 2 de septiembre del profesor Oró, no es este editorial, con su reducido espacio, el medio idóneo para recordar su importantísimo estudio sobre la síntesis de la adenina, su hipótesis sobre la ligazón entre el origen de la vida y los cometas, o tantos otros trabajos suyos. Lo que me gustaría es, entre amigos, recordarle como uno más de nosotros, como otro gran amante del conocimiento científico, que trató de transmitir escribiendo, apoyando y participando —todo lo frecuentemente que su agenda le permitía— en numerosas actividades de aficionados, aportando su personal punto de vista a las cuestiones tratadas. Gracias a él fui a Marte por primera vez, y eso (claro) no es fácil de olvidar.
A mí también me expresó un día que éramos polvo de estrellas e hijos, por tanto, de un Universo del que veníamos y al que volveríamos. Sin embargo, en este mi adiós personal a alguien que supo comunicarme, ya de niño, siendo amigo de mi padre, la ilusión por el mundo de la gran ciencia, no puedo dejar de decirle que sí, que somos polvo de estrellas, pero que, tal como indicaba Quevedo en los versos finales de su Amor constante, mas allá de la muerte, nuestros restos “serán ceniza, mas tendrán sentido; polvo serán, mas polvo enamorado”.
Tal vez seamos polvo, pero esas cenizas brillan, por un instante fugaz, con una luz tan intensa que es capaz de encender y apagar un Universo entero, así como de tratar de entenderlo y de amarlo. La capacidad de amarlo, quizás sea innata; pero la de entenderlo se la debemos a gente grande. Sin duda Oró, y sus hombros, sobre los que las nuevas generaciones tratarán de asentarse, ha sido uno de ellos.
(publicado en Tribuna de Astronomía y Universo, octubre de 2004)
¿UNA CIENCIA EUROPEA AL ALZA?
El pasado mes de julio un estudio efectuado en el Reino Unido hacía un recuento de las veces que los artículos científicos escritos en cada país eran citados. Destacaba en él los EE.UU., que reunían el 50% de las citas (más que toda la Europa de los 15), pese a no ser autores del mismo porcentaje de artículos publicados (aspecto en el que también sobresalían por encima de ningún otro país, excepto si se comparaba con todos los países de la Unión Europa juntos —con una población mucho mayor—). Es decir, los estadounidenses publican más artículos, cuyo impacto es aún mayor que su cifra.
Las cifras pueden ser engañosas, y es posible que cuenten como propios artículos hechos por autores de cualquier nación que trabajen en los EE.UU. o que se hayan nacionalizado. Pero eso no sería un dato en contra de dicho país, sino a favor de su sistema de integrar la inteligencia del resto del mundo en su producción científica, lo que no hace Europa. Así, el ministro irlandés Noel Dempsey indicaba el pasado 6 de abril, que alrededor de 400.000 de los mejores investigadores europeos residen actualmente en EE.UU. y que sólo uno de cada diez de ellos quizás vuelva, lo cual no es muy halagador para nuestro sistema público y privado de investigación. Tenemos unas universidades que destinan grandes sumas de dinero público a formar expertos para que luego trabajen fuera, dadas las dificultades para hacerlo aquí. Universidades cuyo prestigio no es el que era, ya que, según recordamos, la Universidad china Shanghai Khiao Tong, publicaba el pasado mes de enero una lista con las 500 mejores universidades del mundo, en la que sólo cuatro universidades británicas se hallaban entre las veinte primeras de la lista y sólo habían treinta y un centros europeos entre los cien primeros (el primero de España estaba en el número 67).
Por un lado están los grandes discursos y por otro las realidades, que hacen que incluso en países con un alto nivel de vida y una muy larga tradición científica, como Francia, diferentes responsables de grupos de investigación amenazaran el pasado enero con dimitir si el Gobierno no cambiaba su política de reducción de fondos públicos dedicados a investigación.
En España, de momento, pese al cambio de ejecutivo, tampoco hemos visto aún grandes cambios en política científica. Tal vez sea pronto, pero no se debe esperar a que sea tarde para actuar. Romano Prodi, el antiguo presidente de la Comisión Europea, destacaba hace unos meses que la Unión Europea se encontraba aún muy lejos de alcanzar el objetivo de invertir el tres por ciento de su PIB en investigación para el 2010. Por desgracia, nuestro país, con su porcentaje, es uno de los que más lastra esa media.
(publicado en Tribuna de Astronomía y Universo, septiembre de 2004)
Las cifras pueden ser engañosas, y es posible que cuenten como propios artículos hechos por autores de cualquier nación que trabajen en los EE.UU. o que se hayan nacionalizado. Pero eso no sería un dato en contra de dicho país, sino a favor de su sistema de integrar la inteligencia del resto del mundo en su producción científica, lo que no hace Europa. Así, el ministro irlandés Noel Dempsey indicaba el pasado 6 de abril, que alrededor de 400.000 de los mejores investigadores europeos residen actualmente en EE.UU. y que sólo uno de cada diez de ellos quizás vuelva, lo cual no es muy halagador para nuestro sistema público y privado de investigación. Tenemos unas universidades que destinan grandes sumas de dinero público a formar expertos para que luego trabajen fuera, dadas las dificultades para hacerlo aquí. Universidades cuyo prestigio no es el que era, ya que, según recordamos, la Universidad china Shanghai Khiao Tong, publicaba el pasado mes de enero una lista con las 500 mejores universidades del mundo, en la que sólo cuatro universidades británicas se hallaban entre las veinte primeras de la lista y sólo habían treinta y un centros europeos entre los cien primeros (el primero de España estaba en el número 67).
Por un lado están los grandes discursos y por otro las realidades, que hacen que incluso en países con un alto nivel de vida y una muy larga tradición científica, como Francia, diferentes responsables de grupos de investigación amenazaran el pasado enero con dimitir si el Gobierno no cambiaba su política de reducción de fondos públicos dedicados a investigación.
En España, de momento, pese al cambio de ejecutivo, tampoco hemos visto aún grandes cambios en política científica. Tal vez sea pronto, pero no se debe esperar a que sea tarde para actuar. Romano Prodi, el antiguo presidente de la Comisión Europea, destacaba hace unos meses que la Unión Europea se encontraba aún muy lejos de alcanzar el objetivo de invertir el tres por ciento de su PIB en investigación para el 2010. Por desgracia, nuestro país, con su porcentaje, es uno de los que más lastra esa media.
(publicado en Tribuna de Astronomía y Universo, septiembre de 2004)
SATURNO, DE NUEVO
Durante miles de años, hasta el descubrimiento de Urano en 1781, Saturno fue el último de los planetas conocidos para muchísimas generaciones de astrónomos. Su menguado brillo amarillento y su movimiento pausado, les había permitido a todos ellos, desde América a la China, pasando por Europa o la India, situarlo correctamente más allá de Júpiter. Marcaba una especie de frontera invisible que separaba nuestro sistema de un Universo de estrellas fijas, tal vez infinito, del cual nada se sabía.
Sin embargo, todo cambió radicalmente tras las primeras observaciones de este planeta mediante un telescopio en 1610. Fruto del trabajo de los últimos cuatrocientos años ha sido el que se hayan ido desvelando lentamente muchas de las incógnitas que pesaban sobre este curioso mundo. El enorme esfuerzo que durante todo este tiempo han llevado a cabo astrónomos (tanto profesionales como aficionados) de muchos países diferentes, ha mejorado de forma exponencial nuestro conocimiento de este, aparentemente, extraño mundo, que, pese a todo, sigue envuelto en la fascinación que genera en todos los observadores su complicada estructura de anillos, tan visible desde la Tierra.
Pero ahora, durante este mes de julio, de nuevo estaremos de nuevo de vuelta allí gracias a la Cassini-Huygens, una misión conjunta de la NASA y de la ESA, tras los muchos años de ausencia que ya nos separan de las tres visitas en años consecutivos de las sondas Pioneer (1979), Voyager I (1980) y Voyager II (1981).
Sin duda el largo camino recorrido por esta nave habrá valido la pena. Como sucedió tras la finalización de la misión Galileo alrededor de Júpiter, cuando acabe el trabajo de la Cassini-Huygens, todos seremos un poco más sabios, ya que, por una parte, sabremos algo más y, al mismo tiempo, tendremos nuevas preguntas, mejores que las de ahora, con las que interrogarnos. A poco bien que vaya todo, vamos a disfrutar de una verdadera fiesta de imágenes nunca antes vistas de Saturno y Titán.
Y hablando de Titán, no puedo menos que recordar que se está celebrando el cumpleaños de dos importantes observatorios astronómicos situados en Cataluña, como son el Observatorio Fabra y el Observatorio del Ebro, con cien años ya de existencia los dos a sus espaldas, plenos de trabajos e investigaciones, y con nuevos proyectos en ambos que buscan su revitalización.
Precisamente fue en el primero de ellos desde donde Josep Comas Solà descubrió la atmósfera de Titán en 1908. Casi un siglo después, de nuevo con Saturno en nuestro punto de mira, felicidades a todos, por la participación en la fiesta que supone nuestro regreso a Saturno.
(publicado en Tribuna de Astronomía y Universo, julio y agosto de 2004)
Sin embargo, todo cambió radicalmente tras las primeras observaciones de este planeta mediante un telescopio en 1610. Fruto del trabajo de los últimos cuatrocientos años ha sido el que se hayan ido desvelando lentamente muchas de las incógnitas que pesaban sobre este curioso mundo. El enorme esfuerzo que durante todo este tiempo han llevado a cabo astrónomos (tanto profesionales como aficionados) de muchos países diferentes, ha mejorado de forma exponencial nuestro conocimiento de este, aparentemente, extraño mundo, que, pese a todo, sigue envuelto en la fascinación que genera en todos los observadores su complicada estructura de anillos, tan visible desde la Tierra.
Pero ahora, durante este mes de julio, de nuevo estaremos de nuevo de vuelta allí gracias a la Cassini-Huygens, una misión conjunta de la NASA y de la ESA, tras los muchos años de ausencia que ya nos separan de las tres visitas en años consecutivos de las sondas Pioneer (1979), Voyager I (1980) y Voyager II (1981).
Sin duda el largo camino recorrido por esta nave habrá valido la pena. Como sucedió tras la finalización de la misión Galileo alrededor de Júpiter, cuando acabe el trabajo de la Cassini-Huygens, todos seremos un poco más sabios, ya que, por una parte, sabremos algo más y, al mismo tiempo, tendremos nuevas preguntas, mejores que las de ahora, con las que interrogarnos. A poco bien que vaya todo, vamos a disfrutar de una verdadera fiesta de imágenes nunca antes vistas de Saturno y Titán.
Y hablando de Titán, no puedo menos que recordar que se está celebrando el cumpleaños de dos importantes observatorios astronómicos situados en Cataluña, como son el Observatorio Fabra y el Observatorio del Ebro, con cien años ya de existencia los dos a sus espaldas, plenos de trabajos e investigaciones, y con nuevos proyectos en ambos que buscan su revitalización.
Precisamente fue en el primero de ellos desde donde Josep Comas Solà descubrió la atmósfera de Titán en 1908. Casi un siglo después, de nuevo con Saturno en nuestro punto de mira, felicidades a todos, por la participación en la fiesta que supone nuestro regreso a Saturno.
(publicado en Tribuna de Astronomía y Universo, julio y agosto de 2004)
TRÁNSITO DE VENUS
Recuerdo que, de pequeño, me encantaban los viajes. Y más que pasión por los propios, para ser sincero, me gustaban las grandes expediciones emprendidas por otros (siempre he sido mucho mejor lector que aventurero). Y así, me fascinaba la lectura de las peripecias de Marco Polo, de Magallanes, de Cabeza de Vaca, de Amundsen o tantos otros. Entre dichos viajeros estaba Cook, como no, y su famosa expedición para observar, desde una isla del Pacífico, el tránsito de Venus del año 1769.
Leí su biografía a inicios de los setenta, con once o doce años, cuando, como se señalaba en Gringo Viejo “cada segundo estaba lleno de posibilidades insospechadas”. Me maravilló entonces que alguien fuera tan lejos, en el siglo XVIII, para aparentemente tan poco. ¿Tan raro era ver el paso de Venus por delante del Sol? Por lo que ponía en una nota a pié de página, desde que Cook efectuó sus observaciones, el fenómeno sólo había vuelto a suceder en un par de ocasiones. La siguiente, indicaba la misma nota, sería en el remoto 2004, en un 8 de junio perdido en otro océano inaccesible en aquel momento, como era el del futuro. Incluso el autor de la biografía ponía dicha fecha entre signos de admiración, remarcando la extrañeza del evento. En cualquier caso, pasaría mucho después del retorno del cometa Halley, recuerdo que pensé. Y también para eso aún faltaban largos años. ¿Se habrían enviado ya astronautas a Plutón para entonces?
Pues bien, ya estamos aquí, en aquel futuro lejano. En una época sin muchos signos de admiración por desgracia, cuando ya casi ni nos acordamos del Halley y cuando sólo hemos visitado desde entonces algunos planetas cercanos con unas cuantas sondas robóticas.
Sin embargo, ¿para qué negarlo?, la emoción sigue siendo la de siempre. No ya la de la gloria del posible descubrimiento científico, sino la de la satisfacción que nos da ese invisible lazo que, gracias al tránsito, nos une con gigantes como Kepler o Halley, en cuyos amplios hombros nos asentamos más de tres siglos después. O en los de otros más modestos por nombre, pero no por mérito, como son los de Horrocks o Crabtree, dos aficionados ingleses que fueron los primeros en contemplar el paso de Venus ante el disco solar, gracias a la acertada reelaboración de los cálculos de Kepler que hizo el primero de ellos, cuando aún no alcanzaba los veinte años de edad.
El 8 de junio, no sólo veremos el negro disco de Venus deambular frente al Sol, sino a una parte de lo mejor del espíritu humano, esa parte que compartimos con los que, antes que nosotros, también amaron el cielo y supieron captar lo mejor de él al medir sus características de forma precisa, enseñándonos después a todos nosotros a hacerlo y a gozar así mismo con ello.
(publicado en Tribuna de Universo y Astronomía, junio 2004)
Leí su biografía a inicios de los setenta, con once o doce años, cuando, como se señalaba en Gringo Viejo “cada segundo estaba lleno de posibilidades insospechadas”. Me maravilló entonces que alguien fuera tan lejos, en el siglo XVIII, para aparentemente tan poco. ¿Tan raro era ver el paso de Venus por delante del Sol? Por lo que ponía en una nota a pié de página, desde que Cook efectuó sus observaciones, el fenómeno sólo había vuelto a suceder en un par de ocasiones. La siguiente, indicaba la misma nota, sería en el remoto 2004, en un 8 de junio perdido en otro océano inaccesible en aquel momento, como era el del futuro. Incluso el autor de la biografía ponía dicha fecha entre signos de admiración, remarcando la extrañeza del evento. En cualquier caso, pasaría mucho después del retorno del cometa Halley, recuerdo que pensé. Y también para eso aún faltaban largos años. ¿Se habrían enviado ya astronautas a Plutón para entonces?
Pues bien, ya estamos aquí, en aquel futuro lejano. En una época sin muchos signos de admiración por desgracia, cuando ya casi ni nos acordamos del Halley y cuando sólo hemos visitado desde entonces algunos planetas cercanos con unas cuantas sondas robóticas.
Sin embargo, ¿para qué negarlo?, la emoción sigue siendo la de siempre. No ya la de la gloria del posible descubrimiento científico, sino la de la satisfacción que nos da ese invisible lazo que, gracias al tránsito, nos une con gigantes como Kepler o Halley, en cuyos amplios hombros nos asentamos más de tres siglos después. O en los de otros más modestos por nombre, pero no por mérito, como son los de Horrocks o Crabtree, dos aficionados ingleses que fueron los primeros en contemplar el paso de Venus ante el disco solar, gracias a la acertada reelaboración de los cálculos de Kepler que hizo el primero de ellos, cuando aún no alcanzaba los veinte años de edad.
El 8 de junio, no sólo veremos el negro disco de Venus deambular frente al Sol, sino a una parte de lo mejor del espíritu humano, esa parte que compartimos con los que, antes que nosotros, también amaron el cielo y supieron captar lo mejor de él al medir sus características de forma precisa, enseñándonos después a todos nosotros a hacerlo y a gozar así mismo con ello.
(publicado en Tribuna de Universo y Astronomía, junio 2004)
UNO DE LOS NUESTROS
Las Naciones Unidas han declarado este 2005 como Año Internacional de la Física, en conmemoración de la publicación hace un siglo de la Teoría Especial de la Relatividad, de Albert Einstein. Las implicaciones cosmológicas de dicha teoría, cuyos detalles siguen siendo validados mediante diferentes experimentos, han sido enormes, siendo difícil entender nuestra visión del Universo sin las hipótesis lanzadas ahora hace ya un siglo por este sabio que supo llegar a formular algunas de las peculiaridades más paradójicas del Cosmos, sin olvidar que sólo era un ser humano y que era responsable del resultado de sus investigaciones. Supo especializarse, sin duda, pero recordando siempre, pese a su estatus y condición, que no había conocimiento nuevo sin esfuerzo, ni sin consecuencia.
Cometió quizás errores, pero como Shylock, el mercader veneciano de la tragedia de Shakespeare, él también habría suscrito sobre los hombres de ciencia que "Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos hacéis cosquillas, ¿no nos reímos? Si nos envenenáis, ¿no nos morimos? ...”. Sus diferentes escritos y frases (“los ideales que han alumbrado mi camino y me han dado una vez y otra nuevo valor para afrontar la vida han sido la belleza, la bondad y la verdad”), sus preocupaciones, su cercanía, hace que para muchos sea recordado no sólo por su ampliación de nuestros horizontes, sino por la cálida sensación de que era uno de los nuestros, uno más, aunque quizás de los grandes, de esos que te gusta tener cerca en toda circunstancia.
Y han sido una parte de sus hallazgos los que nos han permitido llegar ahora lejos, como le ha sucedido a la sonda Huygens, que se posó felizmente en Titán, y cuyas valiosas aportaciones están siendo escrutadas por investigadores de todo el mundo, deseosos de seguir desentrañando la realidad, pese a que la misma no está exenta de contradicciones, en ocasiones, con aquello que nos dicta el sentido común más básico.
Curiosamente en España, este año internacional nació con la advertencia —lanzada por los presidentes del CSIC y de la Real Sociedad de Física— de que la enseñanza de las ciencias y, en especial de la física, vivía una situación “dramática”, “cada vez más lamentable" y “penosa". Nuestro país fue el tercero por la cola —¡entre setenta!— en las olimpiadas internacionales de estudiantes de física, habiendo cada vez menos alumnos en casi todas las carreras de ciencias.
Por ello, uno de los objetivos en España en este Año de la Física será el de tratar de acercar a los jóvenes a la ciencia. Y ese no es un reto sólo para los científicos, en el que deben trabajar, sino de todos, ya que nuestra visión del Universo y de nuestra sociedad dentro de cien años, surgirá de nuestro esfuerzo de hoy.
(a publicar en 'Astronomía', marzo 2005)
Cometió quizás errores, pero como Shylock, el mercader veneciano de la tragedia de Shakespeare, él también habría suscrito sobre los hombres de ciencia que "Si nos pincháis, ¿no sangramos? Si nos hacéis cosquillas, ¿no nos reímos? Si nos envenenáis, ¿no nos morimos? ...”. Sus diferentes escritos y frases (“los ideales que han alumbrado mi camino y me han dado una vez y otra nuevo valor para afrontar la vida han sido la belleza, la bondad y la verdad”), sus preocupaciones, su cercanía, hace que para muchos sea recordado no sólo por su ampliación de nuestros horizontes, sino por la cálida sensación de que era uno de los nuestros, uno más, aunque quizás de los grandes, de esos que te gusta tener cerca en toda circunstancia.
Y han sido una parte de sus hallazgos los que nos han permitido llegar ahora lejos, como le ha sucedido a la sonda Huygens, que se posó felizmente en Titán, y cuyas valiosas aportaciones están siendo escrutadas por investigadores de todo el mundo, deseosos de seguir desentrañando la realidad, pese a que la misma no está exenta de contradicciones, en ocasiones, con aquello que nos dicta el sentido común más básico.
Curiosamente en España, este año internacional nació con la advertencia —lanzada por los presidentes del CSIC y de la Real Sociedad de Física— de que la enseñanza de las ciencias y, en especial de la física, vivía una situación “dramática”, “cada vez más lamentable" y “penosa". Nuestro país fue el tercero por la cola —¡entre setenta!— en las olimpiadas internacionales de estudiantes de física, habiendo cada vez menos alumnos en casi todas las carreras de ciencias.
Por ello, uno de los objetivos en España en este Año de la Física será el de tratar de acercar a los jóvenes a la ciencia. Y ese no es un reto sólo para los científicos, en el que deben trabajar, sino de todos, ya que nuestra visión del Universo y de nuestra sociedad dentro de cien años, surgirá de nuestro esfuerzo de hoy.
(a publicar en 'Astronomía', marzo 2005)
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