Es verdad que me repito. Pero no soy yo el principal contumaz. Son ellos. El aniversario del lanzamiento del Sputnik nos ha servido a muchos para ayudarnos a recordar (por si a alguno se nos había olvidado) la grandeza de una gesta maravillosa que sucedió hace cincuenta años y, también, en algún momento, la indisoluble unión que hay y ha habido siempre entre el desarrollo de la ciencia más avanzada y el de la tecnología de uso militar.
Como ya indicábamos en marzo, al hablar de los temores que para muchos representa el que los iraníes estén desarrollando su programa espacial para un doble uso (de paz y de guerra), los dos grandes progenitores técnicos directos de la carrera espacial, el ucraniano Korolev y el germanoestadounidense Von Braun, dieron sus primeros pasos prácticos en cohetería ideando misiles cuyos objetivos humanos no les eran ajenos en absoluto. De hecho, incluso Von Braun pudo comprobar el éxito de sus lanzamientos contra Londres, el cual fue apreciado incluso por el bando de sus bombardeados, que le dieron importantes cargos tras la guerra para aprovecharse de sus conocimientos.
Ni siquiera España es ajena a este juego. Nuestro gobierno hacía público en julio pasado que uno de los dos primeros satélites íntegramente españoles sería dedicado a su uso por el Ministerio de Defensa. No es que critiquemos la decisión, pero es curioso que la mitad justa del importante esfuerzo se dedique a defensa (y no una quinta o cuarta parte, por ejemplo, lo que hubiera estado más en sintonía con el presupuesto de la investigación militar con respecto a la civil en España).
No es que vivamos entre nubes de algodón, pero nos sigue molestando el comprobar, día a día, el que para todos los gobiernos, de todos los colores, el espacio no es sólo un importante ámbito de trabajo donde ampliar nuestro conocimiento y mejorar la vida de los hombres y mujeres sobre nuestro planeta, sino que, especialmente, es un lugar en el que ir poniendo en práctica diferentes estrategias para el control del mismo y de los que nos movemos bajo él.
Todo lo anterior viene a colación por haber visto en febrero como las autoridades estadounidenses derribaban su satélite espía USA 193, aparentemente fuera de control y con graves riesgos para los seres humanos si el mismo caía sobre la superficie terrestre por efecto de la hidracina que contenían sus depósitos. Para rusos y chinos (y otros), la excusa de su interceptación y destrucción no estaba tan clara. Temían que sólo fuera una prueba muy costosa (de entre 30 y 40 millones de euros) de destrucción de satélites desde tierra.
La verdad es difícil de saber, especialmente cuando sabemos que destrucciones similares ya las han hecho algunas de las potencias que acusan de ello a los EEUU. Ignoramos si la cantidad de hidracina era ahora de verdad más preocupante que en los otros casos de satélites que han ido cayendo (unos 328 en cinco años, según The New York Times), o si el miedo era sólo a que la tecnología cayera en manos rivales o si realmente era un simulacro de guerra de las galaxias...
De momento, muy poca claridad, más miedo y preocupación, y un nuevo montón de escombros inundando el espacio, con los graves riesgos de futuro cercano a ellos asociados. Confiaremos en que la destrucción del satélite haya sido un mal menor, pero se deberían establecer protocolos rígidos a nivel internacional para decidir estas cosas cuando seguro vuelvan a suceder en el futuro. Y hasta entonces, y como deseaba el jefe galo Abraracurcix, sólo nos cabe desear que el cielo no se caiga sobre nuestras cabezas.
Alfonso López Borgoñoz
(versión levemente ampliada del Editorial que se publicó en Astronomía, pág. 5 abril 2008)
Como ya indicábamos en marzo, al hablar de los temores que para muchos representa el que los iraníes estén desarrollando su programa espacial para un doble uso (de paz y de guerra), los dos grandes progenitores técnicos directos de la carrera espacial, el ucraniano Korolev y el germanoestadounidense Von Braun, dieron sus primeros pasos prácticos en cohetería ideando misiles cuyos objetivos humanos no les eran ajenos en absoluto. De hecho, incluso Von Braun pudo comprobar el éxito de sus lanzamientos contra Londres, el cual fue apreciado incluso por el bando de sus bombardeados, que le dieron importantes cargos tras la guerra para aprovecharse de sus conocimientos.
Ni siquiera España es ajena a este juego. Nuestro gobierno hacía público en julio pasado que uno de los dos primeros satélites íntegramente españoles sería dedicado a su uso por el Ministerio de Defensa. No es que critiquemos la decisión, pero es curioso que la mitad justa del importante esfuerzo se dedique a defensa (y no una quinta o cuarta parte, por ejemplo, lo que hubiera estado más en sintonía con el presupuesto de la investigación militar con respecto a la civil en España).
No es que vivamos entre nubes de algodón, pero nos sigue molestando el comprobar, día a día, el que para todos los gobiernos, de todos los colores, el espacio no es sólo un importante ámbito de trabajo donde ampliar nuestro conocimiento y mejorar la vida de los hombres y mujeres sobre nuestro planeta, sino que, especialmente, es un lugar en el que ir poniendo en práctica diferentes estrategias para el control del mismo y de los que nos movemos bajo él.
Todo lo anterior viene a colación por haber visto en febrero como las autoridades estadounidenses derribaban su satélite espía USA 193, aparentemente fuera de control y con graves riesgos para los seres humanos si el mismo caía sobre la superficie terrestre por efecto de la hidracina que contenían sus depósitos. Para rusos y chinos (y otros), la excusa de su interceptación y destrucción no estaba tan clara. Temían que sólo fuera una prueba muy costosa (de entre 30 y 40 millones de euros) de destrucción de satélites desde tierra.
La verdad es difícil de saber, especialmente cuando sabemos que destrucciones similares ya las han hecho algunas de las potencias que acusan de ello a los EEUU. Ignoramos si la cantidad de hidracina era ahora de verdad más preocupante que en los otros casos de satélites que han ido cayendo (unos 328 en cinco años, según The New York Times), o si el miedo era sólo a que la tecnología cayera en manos rivales o si realmente era un simulacro de guerra de las galaxias...
De momento, muy poca claridad, más miedo y preocupación, y un nuevo montón de escombros inundando el espacio, con los graves riesgos de futuro cercano a ellos asociados. Confiaremos en que la destrucción del satélite haya sido un mal menor, pero se deberían establecer protocolos rígidos a nivel internacional para decidir estas cosas cuando seguro vuelvan a suceder en el futuro. Y hasta entonces, y como deseaba el jefe galo Abraracurcix, sólo nos cabe desear que el cielo no se caiga sobre nuestras cabezas.
Alfonso López Borgoñoz
(versión levemente ampliada del Editorial que se publicó en Astronomía, pág. 5 abril 2008)
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