El otro día al ir a ver a mi madre, de 85 años, a la residencia donde vive desde enero pasado, mientras me acercaba yo por el pasillo a su habitación (donde ella aún yace muchas tardes desde hace dos o tres meses con un pie vendado por una dolencia en el mismo), oí que llamaba a su mamaíta y le preguntaba dónde estaba, con voz casi tímida y dulce, preocupada.
Su madre no podía llegar jamás a ayudarla. Está muerta desde septiembre del 2001. Por poco que hubiera podido, sé que mi abuela hubiera venido, como siempre hizo, como lo sabía mi madre en esos momentos (tal vez el que no viniera sea la mejor prueba de que no hay nada tras la muerte).
Me sentí conmovido por la enorme soledad de mi madre en ese instante (pese a no ser cierta, salvo en la percepción de su menta fatigada), por su cabeza sin memoria (que para muchos es cruel, pero sin duda es mucho peor perderla).
Su cerebro, ante la angustia por la desubicación y el olvido, volvió no a su marido o hijos, tampoco a su padre o madre, sino a su mamaíta, ochenta años atrás, a alguna noche, quizás, de la Barcelona de 1929, con mi abuelo, guardia de asalto, corriendo por las calles en defensa de un estado que jamás fue el suyo, pero que le daba de comer.
No volvió a mí, al que en esos momentos ni recordaba haber tenido, y que siempre tiene excusas para no ir a verla más que un rato, sino que llamó al único puerto seguro que había conocido en una época ya lejana en la que todos los amarres, en la noche o en la soledad al atardecer de nuestro cuarto, se nos tornan umbríos y pavorosos.
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