Llegará un día en que sólo me quedarán veinticuatro horas justas de vida. Sólo veinticuatro, pero veinticuatro exactas. Ochenta y seis mil cuatrocientos segundos. Ni más ni menos.
Me quedará sólo un día, pero habrá un momento, un momento único, que nadie conocerá, que será el del inicio matemático de mi último día, donde ya todo pasará por última vez. Serán veinticuatro horas perfectas, rotundas, redondas que me separarán de mi último aliento sobre la tierra. Veinticuatro horas, sólo veinticuatro, pero veinticuatro desde cualquier ángulo, desde cualquier punto de vista. Veinticuatro horas indiscutibles. Más precisas de lo que ningún reloj en el mundo pudiera determinar.
Y después llegará el momento de mi última hora, de mi último minuto, de mi último segundo. Cumpliendo el dicho latino, mors certa est, hora incerta, todos esos últimos instantes de tiempo irán pasando de forma ordenada, paso a paso, sin detenerse, de forma rigurosa y sin atolondramientos por las prisas ni por la importancia del momento, aunque de forma completamente desconocida por todos.
Y lo malo es que no me daré cuenta, tal vez, de nada de ello, que no veré el valor de esa última puesta de Sol, de ese suave temblor en mi nariz por la última respiración, de ese último redoble de mi corazón, en mi exhausto pecho...
Tal vez recuerde, en ese postrer momento, como ahora recuerdo, aquella luz blanca que me entraba por el balcón, con su verja negra, de mi antigua casa en Valencia, donde nací, y a dónde ya no puedo volver pese a que recorra sus habitaciones una y mil veces, y trate de recordar los olores, las formas, los colores, las luces y los sonidos de aquellos momentos, como las campanas de aquella iglesia, que siempre estaban sonando, como otras están sonando cerca de aquí, y ya muy lejos de allí.
1 comentario:
La precisión de lo perfecto, la perfección de lo preciso ... y sí, es verdad, no seremos conscientes de ello. Impresionante el texto.
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