El contar con políticas activas de investigación y desarrollo de ciencia y tecnología espacial para usos pacíficos es básico. Sin embargo, en Europa sabemos bien lo oneroso que es ello si los objetivos son algo ambiciosos. Las actuales dificultades rusas son un buen ejemplo, aunque su capacidad siga siendo envidiable. Ello explica el interés que hay en el proyecto de tratado de constitución europea en reforzar todo lo que es el trabajo conjunto en materia de investigación espacial, sin menoscabo de las políticas nacionales.
Pero hace treinta años ello también estaba claro para una generación de mandatarios europeos, a los que el estrecho marco de sus países les impedía desarrollar una vía propia de acceso al espacio. De ahí la importancia de celebrar el pasado 31 de mayo el trigésimo aniversario de una sólida institución, la Agencia Espacial Europea (ESA), con una reputación bien ganada, y a la que queremos felicitar muy sinceramente. Este organismo, que agrupa en la actualidad a 16 estados (Alemania, Austria, Bélgica, Dinamarca, España, Finlandia, Francia, Grecia, Holanda, Irlanda, Italia, Noruega, Portugal, Reino Unido, Suecia y Suiza —con Luxemburgo a punto de entrar—), ha mostrado reiteradas veces su capacidad, siendo el reciente éxito de su sonda Huygens uno más en una larga serie.
Seguramente, el que aún mantengan poderosas agencias independientes los estadounidenses, japoneses, indios y chinos se debe más a razones ligadas a ciertos condicionamientos de sus políticas de defensa, a factores de prestigio y a razones geográficas e histórico-culturales, que no a la creencia de que es mejor ir solos al espacio, sin alianzas. La cooperación internacional entre diferentes entidades para el desarrollo pacífico del espacio es cada vez mayor. Así, las agencias espaciales que algunos estados continúan manteniendo, trabajan básicamente con el objetivo de desarrollar proyectos ‘locales’ y con el de aliarse con otras en proyectos de investigación concretos.
El mejor homenaje al intento europeo, quizás, haya venido estos días del otro lado del Atlántico, de la mano de la propuesta presentada en mayo por la joven Agencia Chilena del Espacio con motivo de la IV Conferencia Espacial de las Américas acerca de crear un mecanismo de concertación regional en materia espacial para Latinoamérica y el Caribe, similar a la ESA, que ya ha sido apoyada por Argentina. Los primeros países que podrían sumarse serían, además de los citados, México y Brasil, aunque no hay duda de la voluntad de que el proyecto llegue a incluir a toda la América situada al sur del río Grande. Ojalá dentro de 30 años, también celebremos el cumpleaños de esta iniciativa entre felicitaciones.
Alfonso López Borgoñoz
(Publicado en 'Astronomía' julio y Agosto 2005)
30 mayo, 2005
20 mayo, 2005
EL ARTE DEL DEMIURGO
ATAPUERCA, PERDIDOS EN LA COLINA. LA HISTORIA HUMANA Y CIENTÍFICA DEL EQUIPO INVESTIGADOR,
Eudald Carbonell y José María Bermúdez de Castro,
Barcelona, Destino,
2004, 446 pp.
Escribía Lakatos que “los criterios científicos utópicos [por Popper], o bien crean exposiciones falsas e hipócritas de la perfección científica o alimentan el punto de vista de que las teorías científicas no son sino meras creencias enraizadas en intereses inconfesables”(1).
Partiendo de ese punto de vista, Eudald Carbonell y José Mª Bermúdez de Castro dialogan en esta obra —de lectura cómoda— sobre lo que han sido sus experiencias personales y científicas durante más de veinte años de excavaciones en la sierra de Atapuerca (Burgos), sin falsas hipocresías acerca de la perfección de la investigación científica, pero mostrando su respeto profundo por la correcta documentación de los pasos dados, así como por la explicación de la base sobre la que se asientan sus hipótesis, con la finalidad de que el lector pueda llegar a conocer (casi desde dentro) cuál ha sido el contexto externo (social) e interno (del mundo de la arqueología y paleontología) en el que ha ido desarrollándose su trabajo todos estos años. Incluso se atreven a medio bromear, gracias a una acertada cita de Balmes, con alguna de sus ideas más aventuradas, como cuando hablan del conocido bifaz votivo (pp. 290-293) encontrado junto a los restos de la treintena de Homo heidelbergensis descubiertos en la Sima de los Huesos.
Ello es lo correcto, creemos. Cualquier comunicación científica debe proporcionar, no sólo conclusiones, sino también datos claros acerca de cómo y porqué se ha llegado a ellas. La verdadera ciencia está más en el método que no en lo que se dice acerca de los descubrimientos (al fin y al cabo, meras verdades provisionales). Lo fundamental no es ver que los muñecos se mueven, sino cuál es la trabazón interna que permite al titiritero o al estudioso hacernos creer en ello.
Como siempre, la definición de especie en paleontología es clave. Para E. Mayr, las especies son poblaciones naturales que se entrecruzan y que se encuentran reproductivamente aisladas de otras. Sin embargo, y pese a ser la definición más usada en biología, es inútil para el estudio de fósiles (dada la imposibilidad de probar si se entrecruzaban y si su descendencia era viable) o de especies asexuadas o partenogéneticas. Bermúdez de Castro, que conoce el problema, trata de explicarlo desde la perspectiva paleontológica (pp. 319 y ss). Comenta varias definiciones y nos acerca a los modos actuales de superar las dificultades, pero no puede negar que continúan existiendo concepciones no estrictamente científicas al hablar de la importancia de algunos restos por sus descubridores, pese al fuerte deseo de objetivizar cada descripción. Y así vemos coexistir entre los especialistas el deseo ‘obsesivo’ de algunos por encontrar el homínido más viejo del continente —p. 426—, mientras que otros muchos sólo aspiran a poder simplificar el registro de homínidos, lo que dificulta el estudio de la evolución humana.
Como en otras obras sobre la prehistoria, el peso suele recaer más en los restos paleontológicos que en los arqueológicos. Y ello es algo injusto, dado el interés de los hallazgos de industria lítica de hace más de un millón de años en la propia Atapuerca (o en Orce —Granada—).
En el caso del Homo antecessor, se argumenta —con cautela— que quizás fuera el ancestro común de neandertales y humanos modernos, y que su origen debió estar en África o bien en un Próximo Oriente entendido en su sentido muy amplio, aunque se reconoce que no es posible demostrarlo aún con pruebas concluyentes (pp. 325 y ss.). Por desgracia, ni siquiera se sabe todavía su ligazón con los posteriores Homo heidelbergensis hallados en el mismo yacimiento.
Tal vez algún lector pueda llegar a considerar que a la obra le sobran algunas páginas con anécdotas muy costumbristas que quizás sólo sean relevantes para el grupo que ha colaborado en Atapuerca. Sin embargo, creemos que es de agradecer el esfuerzo de los autores por explicar desde dentro todas las circunstancias que han rodeado su trabajo, desde el cortado tomado por las mañanas hasta el proceso de investigación más avanzado.
Alfonso López Borgoñoz
Notas
1. Lakatos, Imre (1989): La metodología de los Programas de investigación científica. Nota 125 (pág. 175). Alianza Universidad núm. 349. Alianza Editorial. Madrid.
Eudald Carbonell y José María Bermúdez de Castro,
Barcelona, Destino,
2004, 446 pp.
Escribía Lakatos que “los criterios científicos utópicos [por Popper], o bien crean exposiciones falsas e hipócritas de la perfección científica o alimentan el punto de vista de que las teorías científicas no son sino meras creencias enraizadas en intereses inconfesables”(1).
Partiendo de ese punto de vista, Eudald Carbonell y José Mª Bermúdez de Castro dialogan en esta obra —de lectura cómoda— sobre lo que han sido sus experiencias personales y científicas durante más de veinte años de excavaciones en la sierra de Atapuerca (Burgos), sin falsas hipocresías acerca de la perfección de la investigación científica, pero mostrando su respeto profundo por la correcta documentación de los pasos dados, así como por la explicación de la base sobre la que se asientan sus hipótesis, con la finalidad de que el lector pueda llegar a conocer (casi desde dentro) cuál ha sido el contexto externo (social) e interno (del mundo de la arqueología y paleontología) en el que ha ido desarrollándose su trabajo todos estos años. Incluso se atreven a medio bromear, gracias a una acertada cita de Balmes, con alguna de sus ideas más aventuradas, como cuando hablan del conocido bifaz votivo (pp. 290-293) encontrado junto a los restos de la treintena de Homo heidelbergensis descubiertos en la Sima de los Huesos.
Ello es lo correcto, creemos. Cualquier comunicación científica debe proporcionar, no sólo conclusiones, sino también datos claros acerca de cómo y porqué se ha llegado a ellas. La verdadera ciencia está más en el método que no en lo que se dice acerca de los descubrimientos (al fin y al cabo, meras verdades provisionales). Lo fundamental no es ver que los muñecos se mueven, sino cuál es la trabazón interna que permite al titiritero o al estudioso hacernos creer en ello.
Como siempre, la definición de especie en paleontología es clave. Para E. Mayr, las especies son poblaciones naturales que se entrecruzan y que se encuentran reproductivamente aisladas de otras. Sin embargo, y pese a ser la definición más usada en biología, es inútil para el estudio de fósiles (dada la imposibilidad de probar si se entrecruzaban y si su descendencia era viable) o de especies asexuadas o partenogéneticas. Bermúdez de Castro, que conoce el problema, trata de explicarlo desde la perspectiva paleontológica (pp. 319 y ss). Comenta varias definiciones y nos acerca a los modos actuales de superar las dificultades, pero no puede negar que continúan existiendo concepciones no estrictamente científicas al hablar de la importancia de algunos restos por sus descubridores, pese al fuerte deseo de objetivizar cada descripción. Y así vemos coexistir entre los especialistas el deseo ‘obsesivo’ de algunos por encontrar el homínido más viejo del continente —p. 426—, mientras que otros muchos sólo aspiran a poder simplificar el registro de homínidos, lo que dificulta el estudio de la evolución humana.
Como en otras obras sobre la prehistoria, el peso suele recaer más en los restos paleontológicos que en los arqueológicos. Y ello es algo injusto, dado el interés de los hallazgos de industria lítica de hace más de un millón de años en la propia Atapuerca (o en Orce —Granada—).
En el caso del Homo antecessor, se argumenta —con cautela— que quizás fuera el ancestro común de neandertales y humanos modernos, y que su origen debió estar en África o bien en un Próximo Oriente entendido en su sentido muy amplio, aunque se reconoce que no es posible demostrarlo aún con pruebas concluyentes (pp. 325 y ss.). Por desgracia, ni siquiera se sabe todavía su ligazón con los posteriores Homo heidelbergensis hallados en el mismo yacimiento.
Tal vez algún lector pueda llegar a considerar que a la obra le sobran algunas páginas con anécdotas muy costumbristas que quizás sólo sean relevantes para el grupo que ha colaborado en Atapuerca. Sin embargo, creemos que es de agradecer el esfuerzo de los autores por explicar desde dentro todas las circunstancias que han rodeado su trabajo, desde el cortado tomado por las mañanas hasta el proceso de investigación más avanzado.
Alfonso López Borgoñoz
Notas
1. Lakatos, Imre (1989): La metodología de los Programas de investigación científica. Nota 125 (pág. 175). Alianza Universidad núm. 349. Alianza Editorial. Madrid.
06 mayo, 2005
EN APOYO DEL TELESCOPIO ESPACIAL
Aún recuerdo mi enfado hace unos quince años, cuando —ignorante— juzgué de chapuza la leve incorrección en el espejo del Telescopio Espacial Hubble y, casi, descarté la inversión y el presupuesto gastado en él como fruto del hambre desaforada de la gran ciencia por comerse los limitados recursos que en general se destinan a la investigación civil. Al fin y al cabo, cuando el dinero es limitado, todo presupuesto elevado que se destine a un proyecto, implica no gastarlo en otros más pequeños pero igual de importantes.
Pero pasó el tiempo, se sucedieron las misiones de reparación, y tanto yo como el Telescopio Espacial empezamos a ver las cosas mejor, con perspectiva. Me di cuenta que, tras el Hubble, había mucho más, incluso aunque su arreglo no hubiera sido posible. No sólo eran las suyas unas fotos impresionantes, no sólo había una gran ciencia —de verdad— en sus aportaciones, sino que él —en sí mismo— era también un noble fruto del ingenio humano. Captar imágenes precisas de puntos muy concretos del Cosmos, gracias al giro en el espacio de este enorme armatoste y tener después esas vistas, más o menos rápidamente, a disposición de todos, es algo que difícilmente era pensable hace nada.
Para comprobarlo, como cada mes, recomiendo que se paseen con nosotros por el Universo, y que —además de leernos de forma crítica— se deleiten este mes especialmente con la mera contemplación de las exóticas imágenes que nos acercan algunas de las maravillosas fotos del Hubble, como expresión de la serena belleza de un Cosmos —tan grande y tan pequeño, tan frío y tan cálido—, al que vamos conociendo cada día mejor, pese a su complejidad.
El hombre —afirmaba Pascal— es una “caña pensante”, según él “un vapor, una gota de agua es suficiente para matarlo”, pero, y ésta es nuestra grandeza, “pese a que el Universo lo aplastase, el hombre sería aún más noble que aquello que lo mata, porque sabe que muere y conoce aquello que el Universo tiene de ventaja por encima de él; el Universo no sabe nada de eso”.
Sin duda, el Telescopio Espacial ha contribuido a ello, a nuestra propia grandeza, al facilitarnos ver y comprender mejor lo que nos rodea. Por ello, cuando hay dudas sobre si volver a repararlo o no, debemos expresar claramente que creemos que se debe trabajar para que se mantenga operativo, al menos, hasta que un nuevo ingenio similar, o mejor, pueda llegar a cubrir el hueco que él deje o hasta que la tecnología terrestre (más barata), con sus imágenes, permita suplir en el imaginario de los aficionados, lo que ha significado durante una década y media nuestro amigo, nuestro compañero, el Hubble.
Alfonso López Borgoñoz
(Publicado en "Tribuna de Astronomía y Universo" junio 2005)
Pero pasó el tiempo, se sucedieron las misiones de reparación, y tanto yo como el Telescopio Espacial empezamos a ver las cosas mejor, con perspectiva. Me di cuenta que, tras el Hubble, había mucho más, incluso aunque su arreglo no hubiera sido posible. No sólo eran las suyas unas fotos impresionantes, no sólo había una gran ciencia —de verdad— en sus aportaciones, sino que él —en sí mismo— era también un noble fruto del ingenio humano. Captar imágenes precisas de puntos muy concretos del Cosmos, gracias al giro en el espacio de este enorme armatoste y tener después esas vistas, más o menos rápidamente, a disposición de todos, es algo que difícilmente era pensable hace nada.
Para comprobarlo, como cada mes, recomiendo que se paseen con nosotros por el Universo, y que —además de leernos de forma crítica— se deleiten este mes especialmente con la mera contemplación de las exóticas imágenes que nos acercan algunas de las maravillosas fotos del Hubble, como expresión de la serena belleza de un Cosmos —tan grande y tan pequeño, tan frío y tan cálido—, al que vamos conociendo cada día mejor, pese a su complejidad.
El hombre —afirmaba Pascal— es una “caña pensante”, según él “un vapor, una gota de agua es suficiente para matarlo”, pero, y ésta es nuestra grandeza, “pese a que el Universo lo aplastase, el hombre sería aún más noble que aquello que lo mata, porque sabe que muere y conoce aquello que el Universo tiene de ventaja por encima de él; el Universo no sabe nada de eso”.
Sin duda, el Telescopio Espacial ha contribuido a ello, a nuestra propia grandeza, al facilitarnos ver y comprender mejor lo que nos rodea. Por ello, cuando hay dudas sobre si volver a repararlo o no, debemos expresar claramente que creemos que se debe trabajar para que se mantenga operativo, al menos, hasta que un nuevo ingenio similar, o mejor, pueda llegar a cubrir el hueco que él deje o hasta que la tecnología terrestre (más barata), con sus imágenes, permita suplir en el imaginario de los aficionados, lo que ha significado durante una década y media nuestro amigo, nuestro compañero, el Hubble.
Alfonso López Borgoñoz
(Publicado en "Tribuna de Astronomía y Universo" junio 2005)
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