Llega diciembre, con sus largas noches y con su frío, que se acrecentará en enero y febrero, probablemente. Y también llega el momento, al anochecer a horas más tempranas, en que es más sencillo disponer de la oportunidad de observar el Cosmos, sencillamente por el gusto de admirar o tratar de vislumbrar nuevos detalles en mundos u objetos del cielo profundo contemplados mil veces. Tiempo gélido, de soledad (quizás como cada estación, eso es cierto, según nuestros recuerdos y vivencias) y de reencuentro con algunas estrellas (al menos, en aquellos lugares en los que éstas no nos han sido robadas aún por un exceso de iluminación).
Cada nuevo invierno, en sus inicios sobre todo, recuerdo la gloria de la observación en sí misma, a simple vista especialmente, aunque también mediante binoculares o con telescopios pequeños, dado que no siempre la época estival es propicia para ello, pese a su belleza, a su climatología no tan dura y a las vacaciones. Es verdad que ahora, en esta nueva estación, tan oscura, no apetece tanto de entrada dedicar tiempo a nuestra afición, pero siempre sacas unos réditos emocionales superiores al esfuerzo de coger el telescopio, plantarlo donde se pueda y buscar aunque sólo sea Orión, por ejemplo. O de mirar sólo hacia arriba, al salir del trabajo, de reuniones, de charlas o de copas con los amigos, ya de noche, y sentir (aunque no lo veamos bien) que es el cielo el que nos contempla, desde lo alto, acompañándonos en nuestros pasos, en nuestro autobús o en nuestro coche.
Tiempo de estrellas, de noches largas, de viajes infinitos con la imaginación, los cuales quizás son los mejores. ¿Quién no se anima a aprovechar y darse una vuelta? No hace falta dinero, no hace falta vehículo, no hace falta ni siquiera un exceso de movilidad por nuestra parte. Como es lógico, no importa la edad, no hace falta ser joven o viejo, sólo se precisa una ventana que nos permita ver el cielo (y unas autoridades sensibles con el derroche de luz) y ya podremos partir y recordar lo que sentimos cada fin de año (desde siempre, desde donde alcanza nuestra memoria más antigua) cuando alzamos nuestros ojos y contemplamos (o sólo sentimos) ese maravilloso, lejano y frío Universo en invierno.
Alfonso López Borgoñoz
(Publicado en Astronomía, diciembre de 2005)
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