Ahora, cuando miro las fotos de papá en los álbumes de fotos, me da la impresión que estaba dotado de un extraño gen, el de la felicidad, el de la capacidad de no dejarse hundir por lo que le pasaba, que también le permitía ilusionarse fácilmente con el siguiente fuego de artificio, por sencillo que este fuese, y especialmente si los pirotécnicos éramos nosotros.
Y creo que ese ha sido el gran legado que nos ha dejado a todos. A todos y a todas.
La de mamá es una genética más compleja. Todo lo ha sido siempre en ella. El suyo es el gen del compromiso, de ir a lo prioritario y no perderse en los detalles. De ir al grano, pesara a quien pesara, con negociaciones a veces imposibles. De no rendirse nunca. Nunca. Y otro gen (tenía más de uno peculiar) que es el de su fe inquebrantable en las ventajas del progreso científico para toda la humanidad, así como su fe en las ideas y en los conceptos que emanan de la aplicación rigurosa del método científico, del trabajo de la ciencia.
Y quizás, más o menos perdidos, todos hayamos recogido parte de esos legados (en una proporción variada) con subidas y bajadas en la forma de expresarse de dichos genes en nuestra vidas a lo largo de los años, de los muchos años ya.
Y puede ser que esa herencia, casi la única, haya sido la mejor que podíamos recibir y la mejor que podíamos desear transmitir al futuro, con el amor al conocimiento libre (basado en el método científico) y en el escepticismo ante las afirmaciones extraodinarias sin base, en la defensa de las propias ideas -sin temor al debate encendido- y el respeto por el otro u otra (aunque no del resultado de lo que dichos otros defienden).
Y debemos gozar de ese curioso gen de la felicdad, que permite sonreír tranquilo e incluso ilusionado en todas las fotos, en todos los momentos de la vida, con la satisfacción de no haber hecho daño a nadie de forma consciente y con la capacidad de saber alegrarse de cuanto nos rodea, por poco que sea...