Algo más de una década después del apagón (tras casi dos de funcionamiento) del maravilloso observatorio espacial ultravioleta International Ultraviolet Explorer (IUE), los gobiernos español y ruso han acordado el desarrollo de un nuevo explorador espacial en la misma banda del ultravioleta, el Observatorio Espacial Mundial —WSO, por sus siglas en inglés—, que debería ser puesto en órbita en el año 2012.
Según el Centro para el Desarrollo Tecnológico e Industrial, su coste será de unos 300 millones de euros y la contribución española rondará el 15% más lo que implique el desarrollo futuro de los instrumentos específicos de este nuevo observatorio en nuestros centros de investigación. En un reciente artículo Xavier Barcons señalaba que “la astronomía española significa el 5% de la mundial y el 10% de la europea”. Seguramente, la reciente apuesta por el ESO, la próxima puesta en funcionamiento del GRANTECAN y la futura de este observatorio deberá permitir la mejora de estas cifras en la próxima década, lo que sin duda es una gran noticia.
Sin embargo, no todo es música celestial en la industria aeroespacial. Lo que parecía un genial paso, en un sonoro acorde de las autoridades europeas en defensa del desarrollo del proyecto Galileo, un ambicioso sistema de navegación por satélite llamado a ser una brillante alternativa al GPS estadounidense, tal vez finalice en un horrísono desacuerdo por la cansina especulación digna de reino de taifas de los gobiernos de los estados que lo apoyaron.
Antes de este 10 de mayo, le correspondería dar al consorcio que lo impulsa una serie de pasos mínimos sino no desea que el proyecto quede empantanado. Así, debe tener lista ya en dicha fecha la regulación de su situación jurídica y de explotación con el acuerdo de todos sus integrantes (evitando vetos), así como haber elegido un consejero delegado. Pero la cosa no está fácil y el acuerdo no será sencillo.
Vale la pena recordar que no son sólo grandes intereses económicos los que hay en juego, sino también el desarrollo de unas tecnologías que servirán de motor para mejorar la capacidad de la industria europea y la financiación de la propia investigación científica en muchas áreas conexas —en una Europa ya casi sin fronteras, cuyos investigadores están acostumbrados a una movilidad que quizás sea imprescindible—.
Proyectos cuya envergadura les haría merecedores de seguir una lógica comunitaria —más países asociados—, siguen estando en manos de lógicas estatales más estrechas. El desarrollo de nuestro continente no puede llegar desde la óptica de políticos nacionales, con intereses nacionales a corto plazo, sino de la mano de políticos europeos, con intereses más amplios y la vista puesta en un mayor plazo de tiempo.